martes, 30 de junio de 2009

xx. Rey del pop .xx

Cuando el mundo pierde a un genio de la música como Michael Jackson me sobran las fotografías que dejan ver su cuerpo inerte, los colaboradores de magacines que se las dan de periodistas sin haber pisado la universidad y las tertulias amarillistas en las que no se sabe diferenciar entre la música y la persona, juzgando sin miramientos ni conocimiento de causa la vida de un personaje.

El acoso de la prensa, la polémica que le ha seguido en los últimos años y las exigencias de su profesión ahora sólo son tres oraciones que carecen de significado en sus sintagmas porque el sujeto al que se refieren ya no está presente. Preparaba una vuelta por todo lo alto y sus seguidores se deben quedar con eso, y no con los comentarios de los que ni siquiera se toman la licencia de informarse, de averiguar datos tan generales como que su color de piel cambió por una enfermedad degenerativa llamada vitíligo y no por delirios del cantante.

Todos tenemos que ser capaces de juzgarle como leyenda de la música.

domingo, 21 de junio de 2009

lunes, 15 de junio de 2009

xx. La tribu .xx

Es una leyenda urbana pensar que el índice de suicidios aumenta durante las fiestas, en realidad disminuye. Los expertos creen que la gente piensa menos en suicidarse cuando está rodeada de su familia. Irónicamente se cree que esa unidad familiar es el motivo por el que las depresiones aumentan en las fiestas. Un viejo proverbio dice que no puedes escoger a tu familia, aceptas lo que te ha deparado el destino y te guste o no, la quieras o no, la entiendas o no, la aceptas; pero una escuela de pensamiento afirma que la familia en la que naces solo es un punto de partida, te alimentan, te visten y cuidan de ti... hasta que estás listo para adentrarte en el mundo y encontrar tu propia tribu.


Anatomía de Grey.

domingo, 14 de junio de 2009

xx. Por todos los medios .xx

viernes, 12 de junio de 2009

xx. Érase una vez .xx


En el año 2008, el director español Javier Fesser sorprendió a todos, tras películas como El milagro de P.Tinto y La Gran Aventura de Mortadelo y Filemón, con el estreno de Camino, un cambio radical de registro en la trayectoria del cineasta, con una cinta de dos horas y media en la que una niña de once años conoce por primera vez el amor al mismo tiempo que la muerte se aproxima a ella, fruto de un cáncer. La unión sublime de pasión, libertad y crudeza que se entremezclan en un puzzle perfectamente encajado en la película, lleva al espectador a sentirse un personaje más de una historia tan bella como dolorosa por la inclusión de un elemento que no hace sino dar un giro de tuerca a lo que hasta ahora esperaríamos de una película de estas características: la religión.

La religión está presente en las creencias de una organización como el Opus Dei, a la que pertenece la familia de Camino, que se atreve a observar la proximidad de la muerte de la niña como una bendición de Dios, dejándonos momentos estremecedores a lo largo del filme, véase el aplauso final cuando la niña ya se ha liberado de una existencia en la que jamás llegó a integrarse del todo, huyendo de la ausencia de libertad en pro del amor más bello y sincero con el que fantasear hasta el último minuto de la enfermedad.

Una película tan controvertida y sincera como ésta, inspirada en hechos reales, no puede dejar frío a ningún espectador, que la percibirá – probablemente – según sus creencias, valores éticos y sentimientos, entendiéndola y mascándola de formas distintas según sus vivencias personales.




David Waldorf.

lunes, 1 de junio de 2009

xx. Diluvio .xx

Nota: He estado casi dos meses escribiendo día a día este relato que desde este momento se convierte en el más importante para mí de todo lo que ha ido saliendo de mi cabeza hasta ahora. Nació como una necesidad de decir adiós a una sensación de melancolía que guardaba en mi estómago, y lo consiguió, no sólo por el resultado global de la historia si no por pequeñas frases y hasta palabras que me han servido para volver atrás y sonreír con furia. Aquí el resultado.
- Diluvio -
Al otro lado del cristal diluvia. El año nuevo siempre ha sido así de frío en la capital. Maldito dios Bóreas que empuja el viento rabioso y me impide cruzar las puertas para salir de este comedor sombrío que no me deja escapar de todos estos pensamientos que me ciegan empujándome décadas atrás.

Con la cara apoyada sobre el ventanal me dedico a observar la redundancia con la que los goterones chocan contra la hierba húmeda en silencio. Desde aquí sólo puedo escuchar los gruñidos de los otros viejos que comparten su última estación conmigo, comiendo las lágrimas que ya nadie quiere secar.

Hace tiempo que cumplí los noventa, me llamaron Furia. Cuando nací lloraba de tal manera que la sirvienta sudamericana de mamá se tomó la licencia de ponerme ese nombre sin consultárselo a nadie. Madre murió en el parto, yo me críe con Aitana, la sirvienta, y a los dieciséis años ya me ganaba el pan por mí misma, a diferencia de todas esas niñas con piel de porcelana y vestidos barrocos que veían la vida pasar balanceándose en un columpio mientras leían alguna novela de Jane Austen.

Fui bella, volvía locos a todos los hombres que quería poseer. Me obsesionaban aquellos que vestían un puño impecable. Mientras me hablaban e intentaban acaramelar, yo bajaba con discreción mi mirada partiendo desde el hombro, con lentitud, hacia la muñeca. De la americana debía sobresalir un par de centímetros de la camisa que llevaban, para finalmente dejar entrever un reloj que denotase elegancia y virilidad. Si cumplían ese orden morboso probablemente acabasen en la cama conmigo: y me acosté con muchos.

Ya no quedan hombres de los de antes, ahora los jovencitos dedican la mayor parte de su tiempo a conseguir un cuerpo perfecto con el que intentan subir su ego y demostrar al mundo lo bellos que son: regalan demasiado tiempo a sus abdominales y poco a las novias, lo que yo te diga. Así a quién le extraña que muchas se revuelquen entre ellas, no me digas… ¡yo ya no entiendo el mundo en el que vivo!

De joven tenía ganas de envejecer por el mero hecho de vivir los suficientes años como para llegar a ser anciana, pero ahora me miro en el espejo y me cuesta reconocerme en esta piel estúpida, arrugada y casi muerta. Sentir que cada mañana estas más cerca de la muerte porque no te queda otra es crudo, y a mí me pone de los nervios.

En esta residencia raro es el día en el que no tengas que saludar a los dos médicos imberbes que cada vez que aparecen lo hacen para llevarse el cuerpo inerte de alguno de los abuelos que conviven contigo. Siempre que los veo pienso que antes o después vendrán a llevarme a mí también y me muerdo el labio hasta hacerme sangre para que ninguna de las chicas que nos cuidan me vea llorar. Cuando les preguntas quién ha sido esta vez, se hacen las tontas e intentan cambiarte de tema; aquí nadie quiere conjugar en pasado los verbos de los que ya no están.

Cuando me cansé de venderme como una damisela y comprendí que muchos hombres me veían como una ramera que jamás quise ser, me marqué un final seguido por una página en blanco que no tardaría mucho en empezar a ser escrita. Recuerdo que estaba en una vieja cafetería con olor a multitud leyendo una biografía de la diseñadora Coco Chanel. Tengo que reconocer que siempre me he sentido atraída por esa mujer: fue sublime hasta en el instante de su muerte, cuando en una habitación del Ritz acompañada por una de sus doncellas se despidió de la premura de la vida con un “así se muere” que se convirtió en sus tres últimas palabras.

En el momento en el que apareció el hombre de mi vida una lágrima se hundía en la taza de té rojo que me acompañaba, como profecía de las emociones extremas que a partir de ese momento sentiría junto a él. La primera vez que me vio llorar fue imaginando la grandeza de la muerte de Chanel, y la última fue hace dos años, cuando un cáncer de pulmón me lo arrebató. Estuvimos casados cincuenta y ocho años, y la única que me lo quitó fue una enfermedad que me descubrió el color del duelo.

Con Diego sentí lo que significa un primer beso. La primera vez que hicimos el amor fue bajo la lluvia, después de horas de conversación, risas nerviosas y miradas entre bastidores. Él era actor, el más guapo del mundo. Después de cada función se pasaba por aquella cafetería sombría en la que yo leía y esperaba algún imperativo que me hiciese salir de aquel lugar, algo que paradójicamente no pasó. Si no hubiese seguido leyendo aquel libro en ese café jamás le habría encontrado y nunca habría sido tan feliz como lo fui con él.

Mis amigas me decían que, ya que era tan afortunada de haber encontrado el amor, lo viviese cada segundo del día, disfrutando de Diego y de nuestra relación, a lo que yo les contestaba que todos sabíamos que la vida eran dos días, pero que si los estirabas podían llegar a ser tres y que con él, aún así, sería insuficiente.

Cuando terminé de leer me bebí el té y la lágrima e hice ademán de levantarme al mismo tiempo que él se sentó en la silla vacía que se situaba frente a mí. Me miró, le miré, sonreímos comprendiendo que esa mesa estaba esperando en aquel lugar desde hacía décadas con el único objetivo de que nos encontrásemos, y después me hizo sentir delicada y mágica bajo la lluvia, con nuestros organismos convertidos en un solo mecanismo que nadie podría separar jamás. Nadie menos la muerte.

Una de las cosas que más me gustaban de Diego era que, aún viendo a una octogenaria llena de arrugas como ya era en el momento en el que el final se aproximaba a su historia, me seguía observando como si mirase a una piedra preciosa y no a un fósil como yo me empezaba a ver. Le encantaba el mar, que me pintase los labios muy rojos para dejarle marcado, y soñaba con reconstruir una vieja catedral de la que siempre me hablaba sin llegar a situar en el tiempo ni en el espacio. No tuvimos hijos porque yo era demasiado egoísta para compartirle con nadie.

Nunca llegó a decirme que estaba enfermo hasta que los médicos no tuvieron más remedio que contarme la verdad visto el progresivo demacramiento que sufría su cuerpo. Jamás olvidaré la reacción que tuve, ni ellos tampoco: empecé a patalear y a gritar hasta que se vieron obligados a sedarme hasta que caí dormida. Lo siguiente que recuerdo es la despedida, mi mano en su mano, el último roce de sus labios y el sudor frío que empapaba mi frente cuando me hablaba sin palabras mirándome a los ojos. Se fue y ya no volvió.

Las primeras semanas me insensibilicé tanto que de haberme atravesado una estaca no la habría llegado a sentir. Después me dije basta y decidí pensar como una persona adulta. Era muy mayor y no tenía a nadie a quien cargar con mis quejidos de abuela triste: decidí mudarme aquí.

Nos cuidan, nos cambian, la comida no es del todo vomitiva y cruzas miradas con personas que tienen el mismo miedo a la muerte que tú. Cuando nadie me ve, me escapo a la parte trasera de la residencia y miro fijamente a través de este cristal mientras repaso algunos retales de mi vida, sobre todo cuando llueve y vuelve a mi memoria el recuerdo de la primera vez que le sentí, prometiéndome un final feliz que yo cumpliré por los dos mientras mi memoria comienza a hacerse escarcha.

A veces desearía que la vida viniese con un mando a distancia que me dejase volver atrás y corregir mis errores, saltando escenas que no son gratas de recordar y ralentizando instantes en los que la anciana inexistente de esta historia fue feliz.