martes, 22 de diciembre de 2009

23.50


23.50 h. Sólo faltan diez minutos para que el año 2009 se marche. Mientras el reloj avanza sin que nada se lo impida, un joven de 20 años y traje oscuro mira el cielo de Madrid a través del cristal de su habitación. Dejo que se deslicen los últimos instantes del año desde la ventana que un día me dejó observar la expresión de cautela de la anciana que vio toser con insistencia a su nieta, aquel día en el que saltó la alarma en los medios. Estoy en el rincón desde el que me emocioné al ver llorar a esa niña que descubrió la muerte del Rey del Pop. Me evado aquí, en el mirador desde el que reflexionaba cada madrugada.

La memoria me deja ver el momento en el que cambió mi percepción del amor: el instante en el que maduré y le puse a mis emociones los puntos sobre las íes. Recuerdo que, justo ahí, me convertí en un hombre y conocí el verdadero amor.

La escritura ha sido uno de los elementos más importantes del año que agoniza. La convicción total e inamovible de que dedicaré mi vida a cambiar la de otros, embelleciéndola y trastocándola a través de un cúmulo de palabras que emanen de mis entrañas. Escribiré. El tiempo finito que duren mis días sobre este mundo ilógico lo protagonizarán palabras como las que lees. La lucha por superar el dolor desmesurado de la última caída de párpados de un ser querido fortaleció mis sueños, transformándolos en objetivos.

A sólo un minuto de las campanadas, me recuerdo en Gran Vía bajo la nieve, al ritmo de un vals que me lleva a trazar círculos imaginarios con mi paraguas abierto, mientras un mendigo con zapatillas de cuadros - al que una perra de raza incierta acompaña - me grita: ‘¡Estúpido optimista!’.

Ya vuelvo en mí. Me observo en el cristal reflejado. Quizá no haya mejor modo de despedirse del año que cerrando los ojos y prometiéndome que un día estaré allí, entre las manos de una niña que huye de la realidad leyendo, emocionándose con mis palabras en aquel lugar imaginario, donde el cielo se une con el mar.

sábado, 12 de diciembre de 2009

xx. Grandeza que duele .xx

La palabra 'grandeza' con la que titulo esta entrada engloba el cúmulo de emociones que se transmiten en menos de siete minutos en este cortometraje de Guillermo Ríos, que inauguró el Foro Internacional de Violencia de Género al que asistí hace unos días en el Hotel Auditorium de Madrid. Es grande porque llega al corazón como una piedra que va directa a él, y que te duele como a la protagonista de la historia.

'La humanidad no puede liberarse de la violencia más que por medio de la no violencia.'

miércoles, 2 de diciembre de 2009

xx. Agua .xx

Cada mañana humedecía las aceras limpiando la suciedad que los caminantes arrojaban sin miramientos. A las cinco de la mañana sonaba el despertador, se metía en aquel mono de color verde y, con el sabor del café de máquina en la boca, recogía la manguera con la que dejaba impolutas las calles. Cuando abrían el quiosco de la calle Madrid, Javier ya estaba terminando su trabajo.

Amanecía cuando el viento helado se convirtió en un golpe de calor al verla aparecer. Tenía las piernas más bonitas que Javier había visto, y su melena cobriza tapaba parte de la mirada que según se iba acercando le quemaba la piel. Tragó saliva y se limitó a observarla. Llevaba un conjunto negro que se intuía bajo un abrigo del mismo color.

En diez segundos Noelia se cruzaría con él y, si nada lo impedía, se convertiría en un vago recuerdo con el que fantasearía en el cuarto de baño al volver del trabajo. ¿Se la jugaría por una vez en su vida? Le temblaron las piernas cuando respiró el aroma a jazmín que dejó al pasar a su lado. No se lo pensó dos veces, no había tiempo: agarró aquel trasto con el que limpiaba la mierda de la ciudad y, tras tres grandes pasos, la alcanzó…y el resto es historia. La solución a esa cobardía tuvo como resultado la desaparición de cualquier rastro de aroma de flor en la femme fatale a cambio de unos cuantos – más bien muchos – litros de agua. Ella se giró y, llena de cólera, le dio una sonora bofetada.

Minutos después, Noelia se abrigaba con la chaqueta de Javier en una cafetería del barrio mientras dejaban de lado la rutina por unas horas, sin saber que justo en ese momento estaba naciendo una bonita e inusual historia de amor. Luchar contra el destino habría sido estúpido.
David Waldorf.