viernes, 24 de abril de 2009

xx. Torre para Suicidas .xx

Finales de septiembre, Ernesto llega a su piso en Brooklyn, enciende la tele, baja el volumen a cero. Destacan sobre los ruidos de la ciudad los gruñidos roncos del cerdo de la vecina; lo guarda justo debajo de donde él tiene su estudio; a veces oye cómo le susurra al oído. Se sienta a dar los últimos retoques a uno de sus dos proyectos más golosos, la Torre para Suicidas. Esta construcción parte de la idea de que los miles de suicidios que al año se consuman en la ciudad de Nueva York, así como las tentativas frustradas, resultan demasiado dramáticos y engorrosos debido a no disponer la urbe de unas instalaciones adecuadas y debidamente organizadas.

Así, lo dejan todo hecho un asco; sangre en las aceras, ahorcados a los que se les rompe la cuerda y hay que reanimarlos, cuerpos mutilados al paso de los trenes, y todo con el consiguiente perjuicio psicológico para las verdaderas víctimas, los que se quedan, obligados a contemplar semejantes espectáculos. Su torre consta de un ascensor que eleva al suicida desde una plata baja, donde hay servicio de capellán, cafetería, algo de comida rápida, gabinete psicológico a fin de afrontar el trance en las mejores condiciones mentales posibles, espacio para los familiares y enfermería por si el intento resulta frustrado, hasta la altura de un 8º piso. Y ahí si que no hay nada: una sala blanca y vacía, y un hueco para el vuelo picado que da a un patio en el que al impactar el suicida contra el suelo se activan unas mangueras que expulsan agua y lavan tanto al defenestrado como el pavimento. También, justo enfrente de ese 8º piso hay un muro perfectamente blanco para que el candidato no vea horizonte alguno [en encuestas realizadas a suicidas frustrados se ha comprobado que la visión de un horizonte justo antes de tirarse es lo que les imprime renovadas ganas de vivir y abortar la idea].

En los sótanos, se hallan dependencias destinadas a otro tipo de opciones: camas junto a abundantes botes de somníferos, cuartos especiales con sogas colgadas de sus correspondientes vigas, duchas de anhídrido cabrónico, y así. Ernesto está tan orgulloso de su proyecto que piensa enviarlo al Concurso de Arquitectura Compleja que anualmente se celebra en la ciudad de Los Ángeles, California. Huele a pescado. En el horno se quema.



Relato 45 del libro Nocilla Experience,
de Agustín Fernández Mallo.

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