
Olvido mis deudas, las broncas de mi jefe y las infidelidades de mi pareja. Ya nada importa, la tarjeta de crédito me drogará sin necesidad de esnifar ninguna sustancia en mi cuerpo. La serotonina que invade mi cuerpo cada vez que compro supera el placer del momento cumbre del orgasmo: vivo para comprar.
No me preocupan los miles de libros que el polvo esconde en mis cien estanterías de madera, ni las colecciones de camisas que, separadas por colores y tonalidades, ven el tiempo pasar en alguno de mis armarios roperos, qué importa. Sé que compro sin necesidad y que no me paro a pensar en el futuro, pero el placer inmediato es demasiado atractivo para el alma de un perdedor que, como yo, no sabe luchar por conseguir un objetivo a largo plazo: ¡lo quiero ya y ahora!
No creo en dios, pero confío en que el cielo sea un gran centro comercial en el que no haya nadie más que yo, llenando carros de grandes dimensiones con los productos más exclusivos y limitados del mercado actual. No te creas que estoy solo en la vida, tengo dos grandes amigos: Visa y Mastercard.
Sumo pertenencias que parecen restarme problemas, multiplicando deudas que se dividen en mil dilemas distintos a los que un día me tendré que enfrentar. El porcentaje de lo que me hace feliz se reduce de forma considerable a comprar, comprar y comprar. No hay etapas de paréntesis, leyes que me permitan calmar mi adicción ni hipótesis que me ayuden a escapar de esta absurda situación sin salida.
Yo seguiré sonriendo, sin pedir ayuda a nadie hasta que dentro de un par de años alguien me encuentre ahorcado en la suite más amplia de un maravilloso hotel, incapaz de enfrentarme a la realidad que yo mismo creé, y a mí nadie me dejará propina.