Siempre digo que lo que más me gusta al volver de un buen viaje es saber que Madrid seguirá ahí, donde siempre, esperándome con su Gran Vía, sus cafés por descubrir y sus miles de ojos que se deslizan entre exposiciones, compras y obras de teatro que nunca bajan el telón. Y así es.
BERLÍN fue mágico. Nunca había visitado una ciudad en la que la naturaleza, la ciudad y el arte se mantuviesen tan equilibrados. Es cierto que Londres tiene grandes parques, que es una ciudad hermosa y que cuenta con un gran número de museos, pero es diferente. En Berlín las tres partes conforman una sola, siendo todas ellas indispensables para conseguir el color berlinés que se obtiene como resultado.
Creo que es probable que viésemos más bicicletas que automóviles. Parece que los alemanes (al menos los de la capital) están concienciados con la contaminación y al mismo tiempo aprovechan para hacer ejercicio. La acera se divide en dos, y caminantes y ciclistas circulan en paz. Incontables las ocasiones en que, olvidándonos de esa división, nos colamos en el carril bici jugándonos el tipo.
Como en Italia, en Berlín hay que pagar por ir al baño y por echar ketchup en tu hamburguesa. Les pirran las curry-wurst (salchichas alemanas) y tienen mil tipos de cerveza. La comida rápida la suelen degustar de pie por lo que, además de que los precios disminuyen, uno debe olvidarse de sentarse en más de una ocasión.
Las marcas textiles de los centros comerciales son (en gran parte) las mismas que utilizamos en España: Zara, Pepe Jeans, Levis, Jack & Jones, H&M... Tienen Starbucks, Mcdonald y Burger King a puñados.
Nadie levanta la voz ni en las tiendas, ni en las cafeterias ni en las calles. En una semana no vi a un solo alemán hablar en voz alta. Se respira paz. Nadie interrumpe tus pensamientos en el transporte público porque el silencio reina y parece volverse ley.
Tienen más de 175 museos e incontables placas, reconocimientos y símbolos de arrepentimiento por la barbarie que protagonizó su país. Aunque sea un enemigo declarado del estudio de la historia (por incapacidad, que no por desinterés) quizá esta sea la parte más interesante a nivel humano de mi visita a Berlín; los alemanes no se perdonan - y es lógico - la barbarie que supuso el Tercer Reich. El nazismo se llevó por delante a varios millones de personas, en defensa de la teoría de la pureza racial que proclamaban Hitler y sus secuaces. Varias décadas después, los alemanes siguen avergonzándose de ello, y el turista se da cuenta con facilidad visitando lugares como el Homenaje a los judíos caidos en el Holocausto o el Museo Judío. Leer las últimas palabras que dejaron a sus familiares los seres humanos que perdieron la vida en el Holocausto se hace muy duro para cualquier visitante con un mínimo de sensibilidad.
No quería marcharme de allí sin conocer - y sobre todo sentir - el campo de concentración de Sachsenhausen, situado en la población de Oranienburg, en el que más de 200.000 judíos, homosexuales, Testigos de Jehová, gitanos, prisioneros de guerra... fueron encarcelados. Decenas de miles de ellos perdieron allí la vida. Si quieres leer la crónica completa de mi visita al campo visita Sunday Morning Birds, mi otro blog.
BERLÍN fue mágico. Nunca había visitado una ciudad en la que la naturaleza, la ciudad y el arte se mantuviesen tan equilibrados. Es cierto que Londres tiene grandes parques, que es una ciudad hermosa y que cuenta con un gran número de museos, pero es diferente. En Berlín las tres partes conforman una sola, siendo todas ellas indispensables para conseguir el color berlinés que se obtiene como resultado.
Creo que es probable que viésemos más bicicletas que automóviles. Parece que los alemanes (al menos los de la capital) están concienciados con la contaminación y al mismo tiempo aprovechan para hacer ejercicio. La acera se divide en dos, y caminantes y ciclistas circulan en paz. Incontables las ocasiones en que, olvidándonos de esa división, nos colamos en el carril bici jugándonos el tipo.
Como en Italia, en Berlín hay que pagar por ir al baño y por echar ketchup en tu hamburguesa. Les pirran las curry-wurst (salchichas alemanas) y tienen mil tipos de cerveza. La comida rápida la suelen degustar de pie por lo que, además de que los precios disminuyen, uno debe olvidarse de sentarse en más de una ocasión.
Las marcas textiles de los centros comerciales son (en gran parte) las mismas que utilizamos en España: Zara, Pepe Jeans, Levis, Jack & Jones, H&M... Tienen Starbucks, Mcdonald y Burger King a puñados.
Nadie levanta la voz ni en las tiendas, ni en las cafeterias ni en las calles. En una semana no vi a un solo alemán hablar en voz alta. Se respira paz. Nadie interrumpe tus pensamientos en el transporte público porque el silencio reina y parece volverse ley.
Tienen más de 175 museos e incontables placas, reconocimientos y símbolos de arrepentimiento por la barbarie que protagonizó su país. Aunque sea un enemigo declarado del estudio de la historia (por incapacidad, que no por desinterés) quizá esta sea la parte más interesante a nivel humano de mi visita a Berlín; los alemanes no se perdonan - y es lógico - la barbarie que supuso el Tercer Reich. El nazismo se llevó por delante a varios millones de personas, en defensa de la teoría de la pureza racial que proclamaban Hitler y sus secuaces. Varias décadas después, los alemanes siguen avergonzándose de ello, y el turista se da cuenta con facilidad visitando lugares como el Homenaje a los judíos caidos en el Holocausto o el Museo Judío. Leer las últimas palabras que dejaron a sus familiares los seres humanos que perdieron la vida en el Holocausto se hace muy duro para cualquier visitante con un mínimo de sensibilidad.
No quería marcharme de allí sin conocer - y sobre todo sentir - el campo de concentración de Sachsenhausen, situado en la población de Oranienburg, en el que más de 200.000 judíos, homosexuales, Testigos de Jehová, gitanos, prisioneros de guerra... fueron encarcelados. Decenas de miles de ellos perdieron allí la vida. Si quieres leer la crónica completa de mi visita al campo visita Sunday Morning Birds, mi otro blog.
En estos párrafos se resume mi viaje a Berlín. Habría que sumarle mil besos, cientos de fotografías, retales de piel, millones de abrazos y un saco de conversaciones que quedarán para Alberto y para mí. Pero en lo que habéis leido (más la crónica del campo de Sunday Morning Birds) queda perfilada la esencia de la semana que viví allí.
Sé que volveré a Berlín.
David Waldorf.
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