Desde la primera planta de esta oscura cafetería busco la mirada de algún extraño al otro lado de la sucia cristalera; busco alguien que clave sus ojos en los míos y acuda a escuchar mis lamentos. El café arde como se incendia mi memoria al recordarte, así que me entretengo con el movimiento sin sentido de los árboles, mecidos por el aire exánime del otoño londinense que desde aquí no escucho mientras la leche se enfría. A estas horas de la madrugada el Starbucks madrileño en el que te conocí ya estaría cerrado y sin embargo, en esta ciudad, siguen sirviéndose decenas de bebidas de distintos sabores sin importar lo que indiquen las agujas del reloj.
Recuerdo a la perfección cómo te reíste, a dos sofás de distancia, cuando tras dar un sorbito a mi cappuccino, una capa blanca quedó presente en mis labios sin que me diera cuenta. Te tomé como un imbécil más y repasé una vez más el artículo que tenía que preparar para el próximo número de El País. Cuando volví a mirarte te tenía enfrente. ''¿Alicia, verdad?'', me preguntaste. Por una vez la chorradita de que te pongan el nombre en el vaso de plástico había servido para algo; asentí y te miré con curiosidad. Llevabas un gorro de lana en pleno agosto. Preferías que te tomaran por loco que por enfermo.
Me enamoré de ti, sin apenas haber pronunciado una sola palabra, cuando te quitaste el gorro y me mostraste el porqué de la tristeza de tu mirada. Abriste tu corazón a un simple nombre en un vaso y yo sólo pude tragar saliva. Sentí contradicciones en mi estómago y clavé mis uñas en la piel marrón del asiento.
Esta madrugada, en esta cafetería, prometo caminar hacia adelante y no rendirme jamás. El café ya está frío, a veces me entretengo demasiado recordando. Lo bebo a sorbos y me marcho de allí. Nos marchamos los dos, tu bebé y yo.
Recuerdo a la perfección cómo te reíste, a dos sofás de distancia, cuando tras dar un sorbito a mi cappuccino, una capa blanca quedó presente en mis labios sin que me diera cuenta. Te tomé como un imbécil más y repasé una vez más el artículo que tenía que preparar para el próximo número de El País. Cuando volví a mirarte te tenía enfrente. ''¿Alicia, verdad?'', me preguntaste. Por una vez la chorradita de que te pongan el nombre en el vaso de plástico había servido para algo; asentí y te miré con curiosidad. Llevabas un gorro de lana en pleno agosto. Preferías que te tomaran por loco que por enfermo.
Me enamoré de ti, sin apenas haber pronunciado una sola palabra, cuando te quitaste el gorro y me mostraste el porqué de la tristeza de tu mirada. Abriste tu corazón a un simple nombre en un vaso y yo sólo pude tragar saliva. Sentí contradicciones en mi estómago y clavé mis uñas en la piel marrón del asiento.
Charlamos durante horas, tomamos café durante días, e hicimos el amor durante meses. Comentamos exposiciones, lloramos con películas en blanco y negro y me inculcaste tu amor por la música. Nos mudamos a Londres. Yo compraba tus pentagramas y tú me contabas mediante corcheas que una vida con amor era motivo suficiente para haber existido. Me prometí estar contigo hasta el último momento, luchando juntos por el cáncer que te alejó de mí. Hice un esfuerzo sobrehumano por sonreírte siempre, y cuando dormías, el espejo del baño era el único testigo de mi dolor y miedo.
Dejé mi trabajo, mi vida y mi Madrid por amarte el tiempo que el destino nos permitió estar juntos. La vida me regaló treinta meses al lado del ser más maravilloso del universo, al menos de mi universo personal. Cuando sientes la muerte a tu lado olvidas las mil capas estúpidas que envuelven tu vida y te quedas con la única realmente importante, el amor. Nunca quisiste prestarte a los médicos y pereciste abrazado a mí. Cuando abrí los ojos supe que ya no estabas.
Sin embargo, caprichosa la vida, no me dejaste sola. Tú te marchaste pero él se quedó conmigo. La última noche que hicimos el amor dejaste algo vivo dentro de mí. Los médicos dicen que es matemática imposible que en tu estado pudieses haberme dejado embarazada, pero las ecografías abofetean sus palabras.
Sin embargo, caprichosa la vida, no me dejaste sola. Tú te marchaste pero él se quedó conmigo. La última noche que hicimos el amor dejaste algo vivo dentro de mí. Los médicos dicen que es matemática imposible que en tu estado pudieses haberme dejado embarazada, pero las ecografías abofetean sus palabras.
Esta madrugada, en esta cafetería, prometo caminar hacia adelante y no rendirme jamás. El café ya está frío, a veces me entretengo demasiado recordando. Lo bebo a sorbos y me marcho de allí. Nos marchamos los dos, tu bebé y yo.
Todo irá bien, mi vida.
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