
Tenía tan medido el camino que no podía evitar contar los pasos que daba desde que pisaba la calle a las diez de la mañana hasta que llegaba a la escuela una hora después. El regreso era más desenfrenado: cuando las luces y la locura invadían la gran manzana, y el sol desaparecía junto a la cara inocente de la ciudad, yo ponía mi reproductor de música a todo volumen y retomaba el camino de vuelta al compás de la banda sonora de Espera al último baile con distintos pasos, acrobacias y saltos que me convertían en alguien extraordinario ante las miradas de mendigos, borrachos y pandillas de adolescentes extraviados. Las noches de lluvia escondía mi cabeza bajo la capucha del jersey del colegio y saltaba sobre grandes charcos de barro convirtiendo cada salpicadura en mi ropa en un nuevo éxito producto de mi pasión impulsiva.
Una de esas noches, en las que la música me poseía y el baile me hacía inmortal, apareció él: recuerdo que era medianoche. Al otro lado de la carretera una figura oscura, joven y atractiva esperaba el momento oportuno para cruzar aquel paso de cebra, mientras yo me dejaba llevar por la pasión que invadía mis venas al girar alrededor del semáforo en rojo, danzando seguro de lo que hacía. Él fingía no verme, y cuando al final la luz cambió de color y nos dirigimos en direcciones opuestas, nuestras manos se rozaron y volví a la realidad. Me giré y vi las rayas marrones de su jersey para terminar intercambiando dos miradas y una sonrisa.
Desde entonces, cada vez que llego a ese paso de cebra, espero a que den las doce y aparezca, siempre termina haciéndolo. Esperamos la luz verde, nos cruzamos y buscamos un roce brusco de nuestras manos, ocultas en la oscuridad, recordándonos que la siguiente noche estaremos ahí otra vez regalándonos unos segundos de magia, bailes de sensaciones y trueque de felicidad. A día de hoy es más que suficiente.
David Waldorf.
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