lunes, 2 de marzo de 2009

xx. Oruga .xx

Recuerdo que leía las primeras páginas de A tres metros sobre el cielo de Federico Moccia. La idea de leer una bonita historia de amor mientras el tren corría hacia la universidad me borraba de la cabeza el miedo que tenía al primer día de clase. Dejar Galicia para venir a estudiar a Madrid había sido difícil. El olor de mi origen, los lugares por los que paseaba y mi abuela anciana se quedaron allí, refugiados en verbos que conjugo en pasado.

Nunca he sido una chica independiente, cuando cursaba los últimos años de instituto en mi ciudad, Orense, repartía mi tiempo libre entre la lectura y la pintura. Jamás he tenido una familia de verdad, desde que tengo uso de razón me recuerdo en brazos de mi abuela, la única persona de mi sangre que he conocido en mis veinte años de edad. Tampoco he viajado, tal vez por eso esta ciudad se me hace demasiado grande.

Llegué a la capital hace dos semanas, tras conseguir en la selectividad una de las notas más altas de toda Galicia. Gracias a una beca he conseguido estar en este lugar, con el objetivo de cursar la carrera de Comunicación Audiovisual. No me hacía especial ilusión dejar mi ciudad pero, según la mayoría de mis profesores, venirme a Madrid era la opción más acertada que podía tomar si quería ser alguien, algún día, en el mundo de las cámaras y los guiones.

Intento no pensar mucho en la abuela porque si lo hago se humedecen mis ojos en milésimas de segundos. Ella ha sido todo lo que yo he entendido como familia y ahora estoy sola en esta gran ciudad. Cuando era pequeña me contaba un cuento cada noche que yo releía cuando amanecía, antes de tomar el desayuno para ir al colegio. Aunque los ochenta años empiezan a pesarle y su memoria a veces le falla, una sola de sus miradas sigue devolviéndome la calma como hacía años conseguía al hablarme de príncipes y dragones. Ya no hay ni cuentos ni miradas, sólo un libro de Moccia, una mochila mojada y un tren que tomar todas las mañanas.

En el tren hay algo más, un momento. Con lentitud bajo el libro que cubre mi cara y le encuentro frente a mí. Un chico de mi edad, con vaqueros ajustados y un flequillo de varios centímetros que ocultan los auriculares que dejan escapar varias notas que llegan hasta mis oídos. Sus facciones son fuertes, y cuando por descuido me mira a los ojos siento lo mismo que la vez que casi me ahogo en la piscina municipal sin que nadie se percatara de mi presencia, pero esta vez alguien me ve: ÉL.

Vuelve a bajar la mirada al cuaderno que sostiene sobre las rodillas, con una pequeña sonrisa que le hace parecer un niño… y de pronto mi fantasía se pone en marcha. Me imagino con el chico del flequillo en una casa grande llena de ventanas y flores de todos los países del mundo. Veo dos niños, ambos varones: los llamaríamos como él quisiera. Formaríamos una familia que celebraría todos los años la navidad, y él me haría el amor todas las madrugadas, cada vez de forma distinta. Se casaría conmigo, viajaríamos con frecuencia y me repetiría todas las mañanas lo mucho que me quiere y lo necesaria que soy para él. Siento que mi corazón late cada vez más rápido recordándome que apenas quedan dos paradas.

Junto a él me convertiría de oruga a mariposa y cada sábado me pintaría los labios rojos, muy rojos, para dejarle marcado y que se enfadase conmigo. Llegaría a ser una octogenaria como la abuela, pero no estaría sola. No lloraría a escondidas como ella, ni me refugiaría en la soledad como hasta ahora, y amaría a alguien por primera vez. Me conocería, se enamoraría de mí, saldríamos juntos y se casaría conmigo. En los momentos felices dibujaríamos arcoíris con nuestras sonrisas, y en los malos me comería sus lágrimas. Ya no volvería a sentirme sola en esta gran ciudad: él sería mi familia, el abrazo intenso que me rodease sin que yo tuviese que pedirlo. Él me dará la mano en la última estación.



David Waldorf.

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